Volver

Saludo Jueves 25 de Junio

Queridos profesores y familias del colegio,

Herman Cohen (1821-1871) fue un niño prodigio. Judío, educado en la fe que abandonó posteriormente, hablaba el hebreo, en un ambiente cultísimo de Hamburgo. A los 4 años ya tocaba admirablemente el piano. A los 7 años era concertista en los salones de París y protegido por Franz Lizst. Una vida de fama, lujo, vicios de juego e inmoralidad hasta «que un día cuando llegó el momento de la bendición del Santísimo Sacramento, sentí una inquietud inexplicable. Contra mi propia voluntad, algo me llevó a inclinarme hacia el suelo. Al volver el viernes sucesivo, me sentí sobrecogido de la misma manera y, de repente, surgió dentro de mí la idea de convertirme al catolicismo». El 7 de agosto de ese año, mientras estaba en Ems (Alemania), para dar un concierto, durante la misa empezó a derramar lágrimas, y «de repente, empecé a hacer dentro de mí una confesión general y rápida a Dios de todas mis enormes fechorías». En cuanto volvió a París buscó al padre Ratisbonne (san Alfonso María Ratisbona), otro judío converso, y el 28 de agosto fue bautizado en la capilla del convento de Nuestra Señora de Sion. Más tarde, y después de pagar todas sus deudas, se hizo carmelita. Leamos lo que nos dice:
        «¡La felicidad! Yo la he buscado, y, para hallarla, he recorrido las ciudades, he atravesado los reinos, he surcado los mares. ¡La felicidad! La he buscado en las poéticas noches de un clima encantador, sobre las olas límpidas de los lagos de Suiza, en las cimas pintorescas de las más altas montañas, en los espectáculos más grandiosos de la Naturaleza. La he buscado en la vida elegante de los salones, en los festines suntuosos, en el aturdimiento de las fiestas. La he buscado en la posesión del oro, en las emociones del juego, en las ficciones de una literatura romántica, en los azares de una vida aventurera, en la satisfacción de una ambición desmedida. La he buscado en las glorias del artista, en la intimidad de los hombres célebres, en todos los placeres de los sentidos y del espíritu. La he buscado, en fin, en la fe de un amigo, sueño de cada día y de todos los corazones… ¡Ah, Dios mío! ¿dónde no la he buscado?
     Y vosotros, hermanos míos, ¿la habéis hallado? ¿Sois felices? ¿No os falta nada? Me parece oír aquí, como en todas partes, un lúgubre concierto de gemidos y de quejas, que se eleva por los aires. 
     ¿Cómo puede explicarse semejante misterio, puesto que el hombre ha nacido para la felicidad? Es porque la mayoría de los hombres se equivocan acerca de la naturaleza misma de la felicidad, y porque la buscan donde no está.
     ¡Cierto! ¡Escuchadme! Esta felicidad yo la he hallado, la poseo y gozo de ella tan plenamente, que puedo exclamar con el apóstol: ¡Soperahunda gaudio! El corazón se me desborda de felicidad. Sí, soy tan feliz que vengo a ofreceros, que vengo a rogaros, a suplicaros que compartáis conmigo este exceso de felicidad. Sólo Dios puede satisfacer esta necesidad del corazón.
     «Pero yo no creo en Jesucristo», replicará el incrédulo. 
     «¡Eh!, le responderé yo: yo tampoco creía, y precisamente por eso era desgraciado». Jesucristo se nos da, y para hallarlo es preciso velar y rogar. Jesús está en la Eucaristía, y la Eucaristía es la felicidad, es la verdadera felicidad».

     Con mi bendición,

Padre Javier Jaurrieta G. HNSSC

PD: La vida de Herman Cohen está en muchos lugares de Internet, pero si lo buscan escriban «Herman Cohen Carmelita» ya que hay varios filósofos con el mismo nombre.

Publicaciones Anteriores